lunes, 20 de febrero de 2012

LA UNIDAD ITALIANA (PRIMERA PARTE)

LA UNIDAD ITALIANA (PRIMERA PARTE)
Papel central de Piamonte
Los acontecimientos de 1848 se saldaron con un fracaso para los intereses nacionalistas, pero confirmaron el papel central del reino de Piamonte en la tarea de la unificación política. El rey Carlos Alberto, después de sus derrotas ante las tropas austriacas, tuvo que abdicar (1849) en su hijo Víctor Manuel II ("il re galantuomo") que tenía una cierta simpatía hacia el liberalismo y, como revelara D. Mack Smith, una idea de la Monarquía como "cuarto poder o poder residual", que se reservaba para ejercer de árbitro en momentos críticos.Los nacionalistas italianos eran conscientes de que la coyuntura de 1848 se había desperdiciado por la falta de respaldo popular, dadas las escasas promesas de reformas sociales que habían hecho los líderes revolucionarios pero, sobre todo, por el particularismo de los pequeños Estados y por la falta de apoyo de las grandes potencias. En ese sentido, Piamonte, que había mantenido su Constitución, quedó como la única esperanza y hacia allí confluyeron líderes nacionalistas como Balbo, Gioberti, Mazzini, Garibaldi, Manin, Giuseppe La Farina, o Giorgio Pallavicino. Este último, para subrayar la conveniencia de contar con un Piamonte fuerte, que consiguiese la independencia de los austriacos, afirmaría: "Para derrotar cañones y soldados hacen falta cañones y soldados". La Sociedad Nacional Italiana, fundada por algunos de ellos en agosto de 1857, se encargaría de difundir por Italia los ideales de la unidad. La letra del Va pensiero de la ópera Nabucco (1842), de Giuseppe Verdi, se convirtió en un verdadero himno del independentismo, y hasta se daban vivas a Verdi, cuyo nombre era el acrónimo de "Vittorio Emanuele, re d´Italia".
El impulso de Cavour
De todas maneras, el factor decisivo fue la labor de modernización desarrollada por los ministerios de D´Azeglio y Cavour, presidente del Consejo desde 1852. Esa tarea consistió en la adopción de un programa de reformas que convirtió a Piamonte en el Estado puntero de Italia, a la vez que le ganaba la consideración de las potencias extranjeras. La red ferroviaria, casi inexistente a la altura de 1848, estaba ya articulada, en su parte norte, a la altura de 1861, cuando había superado los 1.000 kilómetros de tendido. Las autoridades piamontesas, por otra parte, reconstruyeron el puerto de Génova, especialmente cuando se superaron los problemas técnicos que habían dificultado el enlace ferroviario entre ese puerto y Turín. También en esta época se reorganiza el Ejército (general La Marmora), a la vez que se crea la Marina y se dota de un arsenal al puerto de La Spezia. Cavour pudo, desde mediados de los años cincuenta, iniciar una labor diplomática que le asegurara el respaldo de alguna gran potencia en su contencioso con Austria. La Francia de Napoleón III parecía el aliado más lógico, pero los nacionalistas italianos habían quedado muy defraudados por el fin de la Segunda República Francesa y por la acción militar de los franceses contra la República romana. Aunque el propio Napoleón se había manifestado a favor de la política de las nacionalidades, sus palabras no habían sido acompañadas por ninguna medida práctica. La alianza franco-británica, que llevó a la guerra contra Rusia en Crimea, dio a Piamonte la posibilidad de intervenir en la política internacional, aunque parece que fue Víctor Manuel el verdaderamente interesado en la intervención, y no Cavour, como habitualmente se ha dicho. El Congreso de París de 1856, en cualquier caso, no se tradujo en ninguna ganancia concreta, pero permitió que Piamonte pudiera presentar sus reivindicaciones en un foro internacional y que se empezara a hablar de una "cuestión italiana". Las demandas de los nacionalistas italianos contaban con simpatías en el Reino Unido y también provocaron la aparición de un partido italiano en la Corte francesa. De ese partido formaba parte el príncipe Napoleón Jerónimo, sobrino del emperador. En cuanto al propio emperador, que permanecía dubitativo, terminaría por decidirse tras el atentado que sufrió (14 de enero de 1858) a manos de Felice Orsini, que puso de manifiesto la profundidad de los sentimientos nacionalistas entre algunos italianos. El emperador permitió que se diese publicidad a las opiniones del terrorista, antes de ser ajusticiado, y preparó a la opinión pública para un cambio de actitud en su política italiana. Una vez más parecía operar en el segundo Bonaparte la voluntad mimética de emular la trayectoria de su tío en las campañas italianas. El 20 de julio de 1858 Napoleón III convocó a Cavour a la estación veraniega de Plombières, en los Vosgos, y diseñó con él la futura Italia que, de acuerdo con la tradición neogüelfa, sería una federación de cuatro Estados bajo la presidencia del Papa. El reino de la Alta Italia, que correspondería a Piamonte, incorporaría también los territorios austriacos, los ducados y el norte de las legaciones papales. El reino de Italia central sería para el príncipe Napoleón Jerónimo, que se casaría con la princesa Clotilde, hija de Víctor Manuel, y englobaría la Toscana y los territorios pontificios de Umbria y las Marcas. El Papa conservaría Roma y el Lacio. Finalmente, se consideraba la posibilidad de adjudicar el reino de Nápoles a Luciano Murat, siempre en la idea de revisar los acuerdos de 1815. Francia, en compensación, obtendría los territorios piamonteses de Niza y Saboya. En el segundo caso, se trataba de un país muy conservador, de lengua francesa, pero Cavour demostró reticencias para la entrega de Niza, que tenía mucho carácter italiano. Garibaldi, que había nacido en esa ciudad, rechazaría siempre los términos del acuerdo. Las conversaciones de Plombières dieron lugar a un tratado secreto franco-piamontés, que se firmaría a finales de enero de 1859, en el que Francia daba garantías a Piamonte para el caso de que sufriera una agresión austriaca. Por otra parte, los protagonistas del acuerdo se apresuraron a dar a conocer sus puntos de vista sobre la situación. Mientras Víctor Manuel II manifestaba en el Parlamento (10 de enero) que no era "insensible a los gritos de dolor" que llegaban hacia él desde muchos lugares de Italia, Napoleón hacía publicar un folleto (Napoléon et Italie) en el que manifestaba su respaldo a la política piamontesa. Sólo quedaba provocar a Austria, para que estallase la guerra que deseaba Piamonte.
La guerra contra Austria
La situación internacional tenía sus dificultades porque, aparte de la lógica preocupación de Austria por la amenaza franco-piamontesa, Napoleón III tenía que extremar las precauciones para no fomentar en su contra una coalición de potencias análoga a las que habían provocado el hundimiento del primer Imperio. Para ello debía abstenerse de perjudicar los intereses de los Estados Papales, para no enajenarse la opinión católica de su propio país, y también debía mantener la integridad del reino borbónico de Nápoles. El Reino Unido y Rusia, que veían con inquietud estos acuerdos, intentaron inútilmente la mediación, mientras que Prusia podía aprovechar las iniciativas francesas para aumentar su influencia en el mundo alemán, especialmente en la frontera del Rin. Tanto Rusia, dolida por el abandono austriaco durante la guerra de Crimea, como Prusia, que había sido humillada en Olmütz, no tuvieron inconveniente en dejar diplomáticamente aislado al Imperio Habsburgo. Finalmente, la acumulación de tropas piamontesas en la frontera con Lombardía provocó el ultimátum austriaco de 23 de abril de 1859, en el que se reclamaba el desarme de las tropas piamontesas. La negativa de Piamonte a aceptar estas exigencias determinó el inicio de las hostilidades, pocos días después. Las tropas austriacas desaprovecharon la ocasión de derrotar por separado a las piamontesas, antes de que Napoleón III se pusiera, a mediados de mayo, al frente de un ejército francés superior a los 100.000 hombres, con los que había jurado que llegaría hasta el Adriático. El peso de las operaciones correspondió a las tropas francesas, que derrotaron a las austriacas en Montebello (20 de mayo) y Magenta (4 de junio) lo que permitió la entrada en Milán cuatro días después. El emperador Francisco José se puso al mando de sus tropas pero no pudo impedir la derrota (24 de junio) en las batallas de Solferino y San Martino, que costaron un elevadísimo número de bajas en todos los contendientes. El resto de la Lombardía quedó en las manos aliadas, que amenazaron Venecia. Fue entonces, sin embargo, cuando Napoleón dio un brusco giro y ofreció una tregua que el emperador austriaco se apresuró a aceptar. Ambos emperadores se reunieron el 11 de julio en Villafranca y firmaron un armisticio por el que Austria entregaba la Lombardía a Francia que la cedería, a su vez, a Piamonte. Los duques de Toscana y Modena fueron restablecidos, mientras que Austria retenía Venecia y afianzaba las fortalezas del cuadrilátero con Mantua y Peschiera. Piamonte, que fue informado del acuerdo después de tomado, acogió con indignación la noticia, y Cavour, que no consiguió que Víctor Manuel rechazara los términos del armisticio, dimitió de la presidencia del Consejo de Ministros el día 12. Todos los historiadores de este proceso se han preguntado por las razones que provocaron un cambio tan brusco en la actitud de Napoleón. De la variedad de las explicaciones dadas cabe hacer una cierta sistematización. Por una parte, están las razones que hacen referencia a las motivaciones personales del emperador y a las exigencias de la política interior francesa. En ese sentido se ha hablado del horror experimentado por Napoleón, a la vista de la mortandad ocasionada en Solferino; de las dudas del emperador sobre la eficacia de su propio ejército ante las fortificaciones austriacas en el cuadrilátero; y, finalmente, de la preocupación que pudiera tener ante el peligro de que la opinión católica francesa se le pusiera en contra, ya que la acción militar francesa hacía peligrar la integridad de los Estados del Papa. Todas esas razones tienen consistencia, pero son un tanto coyunturales. Más importancia habría que conceder a las que apuntan a los peligros de desequilibrio interno en los Estados italianos, y a las repercusiones que ese desequilibrio podría tener sobre las relaciones internacionales. En ese sentido hay que señalar que, simultáneamente al comienzo de las hostilidades, se produce una serie de movimientos populares que suponían una amenaza de revolución mazziniana en la Italia central y la posibilidad de que Cavour extendiera sus fronteras más allá de lo previsto en Plombières. El 27 de abril había estallado en Florencia un movimiento popular que provocó la abdicación del gran duque de Toscana y la formación de un Gobierno provisional que pidió la protección del rey de Piamonte. Napoleón envió tropas, bajo el mando del príncipe Napoleón Jerónimo, que desembarcaron en Livorno, para tratar de contrarrestar la influencia piamontesa. Por otra parte, el vacío de poder provocado por las derrotas austriacas de junio obligó a los duques de Modena y Parma a abandonar sus Estados, a la vez que estallaban levantamientos en los territorios pontificios de las Legaciones.En esas circunstancias Napoleón temió que las demás potencias europeas reaccionaran contra Francia, como lo habían hecho en la época de las coaliciones antinapoleónicas. Había, desde luego, algunos motivos para la sospecha, especialmente por las acciones prusianas en la frontera del Rin, que contaban con el respaldo ruso. También el Reino Unido estaba preocupado por la generalización del conflicto, e incluso Austria, que temía un rebrote del nacionalismo húngaro, se mostró partidaria de llegar a la paz. Ésta se firmó en Zurich, el 10 de noviembre de ese mismo 1859, y ratificó los acuerdos de Villafranca.
La expedición de Garibaldi
Si la cesión de Saboya podía tener explicación por los sentimientos franceses de sus habitantes, no había razones que avalaran suficientemente la de Niza, que provocó un fuerte malestar entre los habitantes del reino de Piamonte y, especialmente, entre los sectores republicanos y de izquierdas. Entre los muy afectados estaba Garibaldi, nacido en Niza, que trató de oponerse en el plebiscito que siguió a la entrega del territorio. Sin embargo, un levantamiento popular, iniciado en Sicilia el día 3 de abril, llevó a Garibaldi a cambiar sus objetivos políticos. La petición de apoyo que le dirigieron algunos elementos mazzinianos (Francesco Crispi) hizo que acudiera con la llamada expedición de los mil camisas rojas (de hecho, 1.088 hombres y una mujer), que se había formado después de asaltar pertrechos y navíos en el puerto de Génova. El supuesto carácter espontáneo de la iniciativa debe ser matizado por el hecho de la tolerancia demostrada por el gobierno piamontés hacia la preparación de la expedición garibaldina, que zarpó el día 5 de mayo. Los Mil desembarcaron en Marsala el día 11 y el 14 Garibaldi asumió la dictadura de la isla, en nombre del rey Víctor Manuel; el día 27 entró en Palermo con el apoyo de sus habitantes. A esas alturas ya eran muchos los elementos burgueses que pensaban que se encontrarían más seguros bajo la autoridad del rey de Piamonte. Garibaldi, a la vez que llamaba a los sicilianos a alistarse, hizo promesas de reparto de tierras que crearon una notable alarma entre los sectores acomodados. Las noticias que llegaban de Sicilia, obligaron a cambios políticos en Nápoles. Francisco II prometió, el 20 de junio, una Constitución y un ministerio liberal, a la vez que pretendía la protección de Napoleón III frente a la amenaza de Garibaldi. El emperador francés, por su parte, intentó una mediación con un nuevo proyecto de confederación para Italia, pero tanto el Reino Unido como el propio Cavour se negaron a secundar el proyecto. Garibaldi, mientras tanto, aumentaba su presión. El 20 de agosto atravesaba el estrecho de Mesina y el 7 de septiembre se apoderaba de Nápoles, donde tenía la intención de proclamar una república del sur de Italia. Era un peligro de fragmentación política que Cavour no podía tolerar, por lo que pasó rápidamente a la acción. Tenía que neutralizar la acción de Garibaldi, a la vez que salvar el principio monárquico en el proceso de unificación. Para obtener la aquiescencia de Francia y las demás potencias extranjeras, ante una intervención que tendría que violar los territorios pontificios, presentó la situación como una disyuntiva entre unificación (Piamonte) y revolución (Garibaldi). La amenaza de Garibaldi sobre Roma hace que Cavour se presente incluso como un defensor del Papado. Napoleón, que fue requerido para dar su consentimiento a la intervención piamontesa, parece que prefirió darse por no enterado. "Fatte, ma fatte presto" ("Hacedlo, pero pronto"), pudo ser la contestación que dio a los enviados de Cavour. Y para evitar situaciones engorrosas, derivadas de esta situación, se embarcó para una larga gira por Córcega y Argelia. El 11 de septiembre las tropas piamontesas entraron en los territorios pontificios de Umbría y Las Marcas y, en su marcha sobre Nápoles, derrotaron a las tropas pontificias que le salieron al paso en Castelfidardo (18 de septiembre). La derrota de las tropas napolitanas, a manos de Garibaldi, en Volturno (1 de octubre) obligó a que el Parlamento piamontés aprobase precipitadamente la anexión de Nápoles y Sicilia al reino de Piamonte, lo que fue ratificado por los propios napolitanos en un plebiscito celebrado el día 21 de ese mismo mes. Garibaldi tuvo que abandonar definitivamente sus proyectos republicanos y, el día 26 de octubre, saludó a Víctor Manuel como rey de Italia, y le acompañó durante su entrada triunfal en Nápoles (7 de noviembre). El nuevo avance territorial supuso el abandono del proyecto noritaliano, que dirigió los primeros pasos de Cavour, para adentrarse en un plan de unificación peninsular, que habría de provocar graves problemas de integración entre el norte y el sur. Algunos sectores de la burguesía y de las clases propietarias del reino de Nápoles habían preferido la integración en Piamonte como manifestación de su distanciamiento con la dinastía borbónica, que se había negado reiteradamente a concederles ningún protagonismo social y político, pero también como garantía frente a la demanda de reformas sociales revolucionarias, procedente de un campesinado sediento de tierras. La anexión, sin embargo, tomaría pronto los tintes de una simple piamontización, y no tardarían en manifestarse nuevos conflictos. Desde comienzos de 1861 se generalizó en el sur una auténtica guerra social, con la proliferación del bandolerismo y la acción de tropas dispersas del antiguo reino borbónico. Se podía hablar de una verdadera guerra civil en los territorios recién incorporados.
El reino de Italia
Las elecciones de 27 de enero de 1861 se realizaron de acuerdo con una nueva Ley Electoral, de 17 de diciembre de 1860, que establecía un diputado por cada 50.000 habitantes (para la población, entonces existente, de algo más de 22.000.000 correspondían 443 diputados). Se mantenía, de acuerdo con lo fijado en 1848, el colegio uninominal, la segunda vuelta (ballottage), y las elecciones complementarias. El cuerpo electoral se acercaba a las 420.000 personas, lo que no llegaba ni al 2 por 100 del total de la población. El nuevo Parlamento, dominado ampliamente por abogados, funcionarios y profesores de la mayoría gubernamental, se reunió en Turín el 18 de febrero y optó por una Italia políticamente moderada bajo la inspiración de la Casa de Saboya. Ni el centenar de diputados de izquierda, dirigidos por U. Rattazzi, ni los que, como Garibaldi, reclamaban la inmediata anexión de Roma y Venecia, sin atender a su costo diplomático, pudieron alterar la línea de acción trazada por Cavour. El 17 de marzo de 1861 el Parlamento reconocía a Víctor Manuel como "Rey de Italia por la gracia de Dios y la voluntad de la Nación", aunque mantenía el ordinal correspondiente a los reyes de Piamonte. Se conservaba el Statuto de 1848, que concedía al rey la plenitud del poder ejecutivo y la capacidad de intervención en un sistema legislativo de carácter bicameral. Se trataba de un nuevo Estado, que no estaría completo mientras no consiguiese la anexión de Venecia y Roma. En un discurso pronunciado el día 27 de aquel mismo mes de marzo, Cavour dejó claro que Roma habría de ser la capital del nuevo Estado, a la vez que acuñaba la frase que pretendía describir las condiciones deseables en las relaciones con la Iglesia: "Una Iglesia libre en un Estado libre". Cavour, sin embargo, no pudo llevarlas a la práctica, ya que falleció el 6 de junio siguiente, posiblemente de malaria.
La cuestión romana
La cuestión de la capitalidad, en cualquier caso, no desaparecería del horizonte político y continuó preocupando a los italianos, ya que todos eran conscientes que no se llegaría a ningún cambio sustancial de la situación sin el acuerdo de las potencias y, muy especialmente, de la Francia de Napoleón III, que tenía que aplacar las críticas que le dirigían los católicos franceses por una política contraria a los intereses del Papa. Una intentona de Garibaldi ("Roma, o morte"), a finales de agosto de 1862, tuvo que ser abortada por las tropas italianas en Aspromonte. La Convención franco-italiana de septiembre de 1864, sólo sirvió para que los italianos trasladasen la capital a Florencia, después de haber ofrecido garantías de que los Estados Pontificios serían respetados, pero la cuestión seguía abierta. La indefinición en cuanto a la retirada de la guarnición francesa en Roma era una permanente demostración de la necesidad de contar con el beneplácito de las grandes potencias, mientras que la presencia de los austriacos en Venecia continuaba siendo un agravio para el nuevo Estado.

martes, 7 de febrero de 2012

LA RESTAURACIÓN: 1815-1848

LA RESTAURACIÓN: 1815-1848 - Lectura 2
La Restauración 1815-1848
Austria
El príncipe Clemente de Metternich, nacido en 1773, cerca de Coblenza, se convirtió desde 1809 en ministro de Asuntos Exteriores de Austria y, a través de su influencia sobre el emperador Francisco, ha sido visto ordinariamente como el inspirador de la política austriaca hasta su caída, en 1848. Los objetivos de esa política serían la consolidación de una Monarquía católica, de carácter absoluto y centralizado, que ejerciese un rotundo liderazgo sobre el mundo germánico y una tarea de vigilancia sobre la Europa balcánica y meridional. Para ello contaba con el apoyo de la Iglesia católica, de una burocracia imperial notablemente germanizada, y del Ejército imperial, que salvaguardaba los intereses austriacos, especialmente en Italia. En ese sentido, el sistema de Metternich ha sido visto, antes que nada, como un sistema de relaciones internacionales europeo, inspirado a partir de los intereses austriacos, contrarios al liberalismo y a la implantación de regímenes constitucionales. Esos principios habían hecho posible, a partir de lo acordado en diversos congresos, la intervención en otros Estados para impedir el triunfo de sistemas liberales, pero el liderazgo austriaco parecía debilitado después de 1830. La intervención de Viena en el proceso de la independencia de Bélgica había sido escasa, y las advertencias de Metternich tampoco habían contado mucho en la marcha de los griegos hacia la independencia o en las crisis del Próximo Oriente, suscitadas por el Bajá de Egipto, Mohamed Alí. En todo caso, Austria pudo mantener una cierta preeminencia y, a comienzos de los años cuarenta, Metternich obtuvo garantías suficientes de la estabilidad del Imperio Otomano, a la vez que veía difuminarse los peligros de una posible entente liberal franco-británica. Según algunos, Metternich había intentado ser el "gendarme de Europa", frente a los avances del liberalismo y el nacionalismo y, en ese sentido, sus logros fueron también moderados, ya que no consiguió impedir la progresiva implantación de regímenes liberales en la Europa occidental, ni contener del todo los procesos nacionalistas. Las independencias de Grecia y de Bélgica marcan los primeros avances decididos del nacionalismo europeo. En el plano de la política interior, Metternich ha sido presentado habitualmente como el factotum de un Estado policiaco, en el que las medidas de censura y espionaje impedían la consolidación de cualquier movimiento liberal y la posibilidad de un cambio revolucionario. En realidad, el papel de Metternich en la política interior debió ser mucho más modesto, dado el carácter desconfiado de Francisco I, y sólo en los años finales de éste parece haber adquirido verdadero ascendiente sobre el emperador. Por otra parte, Metternich tuvo que superar, desde finales de los años veinte, la competencia del conde Kolowrat, que tuvo a su cargo las cuestiones financieras y trató de contener las demandas de gastos hechas por Metternich para necesidades del Ejército y de la Policía. Kolowrat se ganó, de paso, una cierta fama de liberal en contraposición al conservadurismo de Metternich. A raíz del acceso al trono de Fernando I, en 1835, se abrió la posibilidad de que Metternich ejerciera el poder personal, como mentor del nuevo monarca, pero la reacción de la familia imperial llevó a la constitución de una Conferencia de Estado, que ejerció las funciones de regencia, y en la que Metternich tuvo que convivir con Kolowrat, bajo la presidencia del archiduque Luis. El carácter dubitativo de éste hizo que la Conferencia resultase aún más inoperante, hasta el punto de que Metternich pudo afirmar que dicho organismo administró el Imperio, pero no lo gobernó. Por lo demás, la caracterización de Austria como un Estado policiaco tampoco parece excesivamente ajustada. Alan Sked, que ha insistido en la necesidad de revisar esta imagen, ha señalado que una de las razones para explicar el triunfo de la revolución en Viena, en marzo de 1848, fue la escasa entidad de los efectivos de Policía y Ejército, que podrían haber garantizado el orden público. Es innegable que existía una fuerte censura de prensa y que la interceptación de la correspondencia era una práctica habitual, pero su eficacia no parece excesiva y, en última instancia, prácticas similares eran comunes en otros países de Europa (la violación de la correspondencia también era posible en el Reino Unido). En cualquier caso, las medidas de control policiaco demostraron su eficacia al alejar el peligro revolucionario hasta el hundimiento del régimen en 1848.También es verdad que el régimen tampoco se vio en excesivas dificultades con anterioridad a esa fecha. Las fuerzas liberales parecían extremadamente dispersas y la crítica política sólo parecía apuntar a reformas administrativas que asegurasen el buen gobierno, pero sin cambiar la Constitución. Buena parte de este criticismo aparecía en el semanario liberal clandestino Grenzboten, que se editaba en Bruselas, cuya lectura estaba al alcance de cualquiera, y en la difusión de algunos libros impresos en Hamburgo o Leipzig. El barón Victor von Adrian-Werburg, Franz Schuselka, el conde Schnirding, Karl Beidtel y Karl Moering estaban entre los autores que dirigían sus dardos contra las oligarquías nobiliaria y eclesiástica, aunque sus planteamientos resultasen relativamente moderados y, desde luego la Monarquía quedara siempre al margen de cualquier crítica.
Sistema de Congresos
Durante los años que siguieron al Congreso de Viena se fue desarrollando lo que más tarde se llamaría el sistema de Metternich. El canciller austriaco había inculcado a la alianza europea un carácter conservador y antiliberal, pero su sistema estaba destinado a servir, sobre todo, a los intereses de Austria. Estaba claro que era ya imposible conseguir que todos los territorios que estaban bajo su dominio formasen una unidad compacta, así pues, Metternich optó por un modelo de Estado austriaco más bien multinacional. Pero al mismo tiempo, grandemente influido por su colaborador Friedrich von Gentz, trató de conseguir en el interior de los Estados un equilibrio basado en el orden social. Consciente de que la debilidad del Imperio austriaco radicaba sobre todo en que el único lazo de unión de los diversos territorios que lo formaban era la dinastía Habsburgo, trató de obviar el peligro que representaban los nacionalismos alemán, italiano o eslavo. En Alemania dejó bien claro Metternich que no permitiría ningún brote nacionalista en la Dieta de la Confederación (Bund) que se reunió en Frankfurt en 1816, cuando disolvió las sociedades patrióticas de estudiantes (Burschenschaften) que existían en casi todas sus universidades, y cuando impuso una rígida censura de prensa. Tampoco dejaba lugar a dudas su actitud de limitar las cuestiones que podían ser discutidas en las asambleas parlamentarias y de hacer reconocer el derecho de intervenir en los Estados por parte de la autoridad federal. En Italia, la política de Metternich provocó mayor inquietud que en Alemania, porque a ésta le había ido mejor con el dominio napoleónico que a aquélla. Había disfrutado de una mayor cohesión y los métodos de los Habsburgo consiguieron soliviantar los ánimos, al menos en Lombardía y en Venecia, en donde se nombraron a alemanes y a eslavos en los puestos más importantes de la administración para impedir cualquier aspiración autonomista. El pequeño ducado de Parma estaba gobernado por María Luisa, la Habsburgo que había casado con Napoleón, y no ofrecía ningún problema para su control por parte de Austria, y en cuanto a Nápoles y Sicilia en el sur, que se hallaban bajo el gobierno de Fernando I de Borbón, tampoco planteaban ninguna dificultad ya que imperaba una general pobreza e ignorancia de la población, junto con una estrecha censura y control de la autoridad. La fuerza del sistema de Metternich en Italia residía también en el mantenimiento de la división entre sus distintos estados y en la ausencia de una fuerza capaz de aglutinar las aspiraciones nacionalistas. Para reforzar su sistema en el interior de los territorios del Imperio austriaco, Metternich había organizado un sistema de información increíblemente sofisticado que le permitía estar al tanto de todo los asuntos que se trataban en ellos. Mediante una centralización de toda la correspondencia con el extranjero, que tenía que pasar necesariamente por Viena, conseguía interceptar todas aquellas cartas que ofrecían información sobre los distintos gobiernos extranjeros y sobre todos aquellos asuntos que pudiesen interesar a su Cancillería. El sistema de Metternich iba más allá de las fronteras de Austria y alcanzaba a los destinos de Europa, que había llegado a adquirir para él "el valor de una patria". Por eso se convirtió en el adalid de la creación de una maquinaria que concertase la acción de los monarcas europeos. Para él, los asuntos internos y los internacionales eran inseparables, de tal manera que lo que ocurría dentro de algún Estado interesaba en cierta medida a los demás y justificaba el que éstos recabasen información y que, incluso, pudieran ponerse de acuerdo para llevar a cabo una intervención. El zar Alejandro sostenía la misma doctrina, pero en su forma más radical: quería que la alianza de las grandes potencias sirviese para sofocar la revolución dondequiera que se manifestase. Frente a esta concepción, ya fuese en su forma más moderada o en la más radical, los liberales y los nacionalistas sostenían lo contrario. Es decir, que los gobiernos debían depender única y exclusivamente de los pueblos a quienes gobernaban y que por lo tanto éstos no podían estar supeditados a los intereses y a los deseos de otros gobiernos extranjeros porque eso violaba el ideal de la independencia nacional y de la autodeterminación. Estas dos concepciones irreconciliables estuvieron vigentes en Europa, al menos, hasta 1848 y marcaron el desarrollo de las relaciones internacionales en el continente. Metternich sabía que tarde o temprano estallarían conflictos entre Austria y sus vecinos orientales, entre Rusia y Turquía, o entre Prusia y el Piamonte, por consiguiente había que poner en marcha la maquinaria para resolverlos mediante una acción concertada. Sería el "concierto de Europa" que había servido para derrotar a Napoleón y que había que mantener de alguna forma una vez que había desaparecido el peligro napoleónico. La fórmula consistía, como ya se ha visto, en la celebración de congresos periódicos en los que los gobiernos de las naciones más importantes pudieran ponerse de acuerdo para resolver las disputas y los problemas que amenazasen con quebrantar la paz y el equilibrio europeo. Metternich asumió esta idea y fue el que siempre llevó la iniciativa de su convocatoria. Tales congresos se celebraron en Aix la Chapelle en 1818, en Troppau en 1820, en Laibach en 1821 y en Verona en 1822.En el Congreso de Aix la Chapelle se trató especialmente de la marcha de los asuntos en la Francia restaurada y las grandes potencias la invitaron a entrar en una Quíntuple Alianza para preservar la paz europea, pero al mismo tiempo renovaron secretamente la Cuádruple como salvaguardia contra ella. El zar Alejandro intentó que se tomase el acuerdo de crear una fuerza internacional para que detuviese cualquier intento revolucionario, pero tanto Castlereagh como Metternich bloquearon este proyecto. Tampoco prosperó el intento del zar de organizar una ayuda a España para impedir la emancipación de sus colonias de América. En el Congreso de Troppau, celebrado en octubre de 1820, fue de nuevo el zar el que intentó convencer a los restantes socios de la coalición de que había que intervenir en España, donde acababa de triunfar la Revolución de 1820 que había obligado al monarca Fernando VII a aceptar la Constitución de 1812 y a sustituir la Monarquía absoluta por una de corte liberal, lo cual era estimado por Alejandro como un grave peligro que había que abortar. De nuevo Castlereagh, que no asistió a este Congreso, se opuso, alegando que cuestiones como esas afectaban únicamente a la política interior de cada país y que una intervención era "impracticable y objecionable", poniendo así las bases de lo que sería la política exterior británica en el futuro. Metternich, por su parte, tampoco estaba muy convencido de que el asunto de España mereciera tal atención, pero cuando estallaron revoluciones en Portugal, el Piamonte y Nápoles, aceptó convocar un nuevo congreso para ocuparse de la cuestión. Gran Bretaña y Francia aceptaron solamente enviar observadores.En el Congreso de Laybach -la actual Liubliana-, en enero de 1821, Metternich, con el apoyo de Prusia y Rusia, decidió reprimir la revolución en el Piamonte y en Nápoles, a pesar de las protestas británicas. En marzo de 1821 los ejércitos austriacos restablecieron la plena soberanía de sus respectivos reyes. El Congreso de Verona de 1822 fue convocado con motivo de una nueva revolución en el sur de Europa: esta vez en Grecia. Los griegos se habían levantado contra el dominio turco en marzo de 1821. El peligro para Metternich, Castlereagh y para todos los que deseaban mantener la paz en Europa, radicaba en la posibilidad de que el zar Alejandro interviniese contra los turcos para apoyar a los griegos. Cuando el nuevo Congreso se reunió en Verona en el otoño de 1822, los asuntos de España habían cobrado tal importancia que se les prestó más atención que a los de Grecia. Para entonces, Castlereagh se había suicidado y le había sucedido Canning, cuya postura hacia los congresos y hacia la intervención en los asuntos internos de otros países era aún más reticente que la de su predecesor. Las potencias enviaron una nota al gobierno liberal español de Evaristo San Miguel para que diese un giro a su política y cambiase la Constitución. En caso de negativa, Rusia se ofreció a enviar sus ejércitos, ante la alarma de Austria. Francia, por su parte, no deseaba que pisasen de nuevo su suelo tropas extranjeras, ni siquiera para pasar a España, pues el recuerdo, todavía fresco, de la presencia de las fuerzas aliadas después de la derrota napoleónica no hacía agradable la perspectiva. Así pues, fue la misma Francia la que se ofreció para enviar a España un ejército -los Cien Mil Hijos de San Luis- cuyo éxito le permitiría restablecer al primo de Luis XVIII, Fernando VII, en la plenitud de su soberanía, contribuiría a unir a los franceses interiormente en una empresa común y, por último, serviría para demostrar al mundo la fuerza del régimen restaurado. La intervención en España de los Cien Mil Hijos de San Luis consiguió su propósito de restablecer la Monarquía absoluta de Fernando VII, y quizá contribuyó a consolidar la Monarquía restaurada en Francia, pero fue también la causa de la desintegración del sistema de Congresos, pues Gran Bretaña, opuesta a la intervención, se retiró definitivamente de la Alianza; Rusia salió disgustada por no habérsele dado la oportunidad de participar en la empresa, y Francia actuaría desde entonces de forma cada vez más independiente. En definitiva, el sistema de Metternich iría languideciendo a partir de entonces y la política de concertación sería sustituida por la actuación individualista de cada potencia hasta desaparecer por completo con motivo de la oleada revolucionaria de 1830. Al margen de la política de concertación entre las grandes potencias europeas, después de la derrota napoleónica se abrió una etapa en la que cada una de ellas trataría de adaptar la experiencia revolucionario-napoleónica, dando respuestas a los interrogantes que se abrían ante su futuro. Para unos, como Francia y Gran Bretaña, la política reaccionaria imperante chocaba con las nociones europeas occidentales de libertad política y de garantía constitucional que habían aportado las revoluciones del siglo XVIII, aunque su aplicación se hiciese de forma distinta en cada lugar. Para otras, como las de la Europa central y oriental, los principios libertarios eran todavía demasiado peligrosos y lo único que provocaron fue una política de represión de toda manifestación en contra del orden establecido. En Francia, la restauración de los Borbones en la persona de Luis XVIII, había sido aprobada por las grandes potencias en nombre de la "legitimidad" y a propuesta de Talleyrand, pero en la inteligencia de que la Monarquía habría de reconocer y de confirmar las principales reformas sociales y políticas de la Revolución. La Carta misma que se promulgó en 1814, garantizaba las libertades individuales e instauraba en Francia una forma constitucional de monarquía limitada. Y aunque el nuevo monarca, al aceptar estas limitaciones daba muestras de su deseo de no arriesgar su cabeza como su antecesor en el trono, ni de volver a emigrar, como lo había tenido que hacer durante los tiempos revolucionarios, no tuvo más remedio que escapar de Francia otra vez cuando Napoleón regresó de la isla de Elba. Pero después del episodio de los Cien Días, cuando se produjo lo que se llamó la Segunda Restauración, se encontró con una Francia muy dividida, en la que hacía falta una mano dura y un gran tacto político al mismo tiempo. Para Dominique Bagge, el torrente de vitalidad que había derrochado Francia en los últimos años no se había agotado aún y la labor del nuevo monarca debía dirigirse a canalizarlo, trazándole un nuevo cauce. Sin embargo, su esfuerzo se limitaría a restaurar, cuando lo que hacía falta era reconstruir.Uno de los primeros problemas que tuvo que abordar Luis XVIII fue el de los emigrados. Muchos de ellos pensaron a su vuelta que había llegado el momento de ver recompensados sus sacrificios y premiada su fidelidad. Para la mayoría de ellos la historia había detenido su marcha desde el momento en que la Monarquía había sido sustituida por otro sistema y vivían todavía en el Antiguo Régimen. El rey francés no quiso dejarse llevar por la presión de estos emigrados y evitó en la medida en que le fue posible la depuración de los que habían estado ocupando cargos públicos. Bertier de Sauvigny ha señalado que sólo un 35 por 100 de los prefectos fue reemplazado. "Union et oublier" era el lema que había impuesto Luis XVIII al ocupar el trono. Sin embargo, en las primeras elecciones de agosto de 1815 obtuvieron mayoría los llamados ultra-realistas que formaron la "chambre introuvable". El duque de Richelieu, desde el gobierno, trató de limitar la reacción castigando a algunos culpables, como el general Ney, entre otros, que fue fusilado el 7 de diciembre de 1815. Unas nuevas elecciones en septiembre de 1816 dieron una mayoría moderada y Richelieu pudo comenzar a reparar los desastres de la derrota con una política de conciliación que fue apoyada por todos. En el orden relativo a las finanzas del Estado tuvo también un éxito notable la política de otro primer ministro, el conde de Villèle, que presidió el Consejo entre 1822 y 1824. Durante su mandato, el ministro de Asuntos Exteriores, Chateaubriand, arrastró a Francia a la intervención en España mediante el envío de los Cien Mil Hijos de San Luis, y cuando Luis XVIII murió en septiembre de 1824, Francia había recuperado el prestigio militar y político a los ojos del resto de Europa y en el interior se había restablecido la prosperidad y el orden, sólo alterado por algunas conspiraciones liberales (Didier, los cuatro sargentos de la Rochela, Berton) que tuvieron poco éxito. Con el nombre de Carlos X subió al trono francés el conde de Artois, hermano del rey fallecido. No poseía ni el tacto político ni la inteligencia de su predecesor y con su mayor conservadurismo daba la impresión de querer volver al Antiguo Régimen. Indemnizó a los emigrados con compensaciones por las propiedades que les habían sido confiscadas durante su ausencia; para reforzar la aristocracia inspiró un proyecto destinado a restablecer una especie de derecho de mayorazgo y proporcionó toda clase de favores a la Iglesia, con lo que generó una ola de anticlericalismo. En el exterior, dio satisfacción a los sentimientos de los nacionalistas impulsando una intervención a favor de la independencia de Grecia. Conservó en un principio al primer ministro Villèle, pero éste tuvo que dimitir ante los constantes ataques de que era objeto por parte de una brillante prensa liberal. En agosto de 1829, Carlos X facilitó el poder a un grupo de hombres que se destacaban por su mentalidad reaccionaria y a cuya cabeza estaba el nuevo jefe del gobierno, príncipe de Polignac. Éste quiso poner remedio a su impopularidad mediante la organización de una nueva empresa militar en el exterior. El pretexto que encontró no fue otro que el insulto que el bey de Argel había infligido al cónsul francés por haber organizado una expedición contra los piratas berberiscos. La operación dio como resultado la toma de Argel el 5 de julio de 1830. Sin embargo, aunque parezca paradójico, esa sería también la causa de su caída, por cuanto el éxito de la empresa le animó en su política reaccionaria, lo que provocaría el levantamiento de la oposición en unos momentos en que sus mejores tropas se hallaban fuera de Francia. En efecto, la Revolución de 1830 le obligaría a dejar el trono y a salir del país.En Gran Bretaña las tradiciones y los hábitos parlamentarios hacían funcionar la Monarquía constitucional sin grandes sobresaltos. Los tories se mantuvieron en el poder bajo lord Liverpool hasta 1827 y bajo Canning, Goderich y el duque de Wellington hasta 1830, gracias sobre todo a la división de sus oponentes, los whigs. Una prudente política financiera y una forma de manejar los asuntos públicos como si de una empresa se tratara, consiguieron revitalizar la economía inglesa después de la crisis agrícola de 1815-1816 y la crisis comercial de 1819. Sin embargo, de la misma manera que en Francia, la política conservadora impidió la puesta en marcha de nuevas reformas. El clima que se respiraba en Gran Bretaña en los años posteriores a la derrota napoleónica era de temor ante cualquier manifestación de disidencia, y de restricción de libertades públicas. El rey Jorge IV había ocupado la regencia desde 1811 hasta 1820, y desde ese año hasta su muerte en 1830, el trono británico. No fue un monarca muy popular y así lo ponía de manifiesto el comentario del periódico londinense The Times en su necrología: "Nunca hubo una persona cuya muerte fuera menos lamentada por sus súbditos que este rey. ¿Qué lágrimas se han derramado por él? ¿Qué corazón ha dado muestras de dolor desinteresado?"A partir de los años veinte, se inició un cierto cambio en la política de los tories. Los dos ejemplos más claros del prudente reformismo de los conservadores británicos de este periodo fueron, por una parte, la abolición de las Combination Laws en 1824, y por otra, la concesión de igualdad de derechos a los protestantes disidentes y a los católicos en 1829. La primera de estas medidas venía a suprimir unas leyes aprobadas a principios de siglo, mediante las cuales se prohibían las asociaciones de varios tipos y entre ellas las de carácter sindical que podían ser objeto de acusación de conspiración. Sin embargo, los empresarios creían que estas medidas provocaban los problemas más que los evitaban, así es que los sindicatos volvieron a autorizarse para la negociación de los salarios y de las horas de trabajo, pero con una expresa prohibición del uso de la intimidación y la violencia. A lo largo de la década, los sindicatos experimentaron un gran desarrollo y pudieron tratar con libertad las mejoras en las condiciones de trabajo. En cuanto a la segunda de las medidas, permitía que los protestantes disidentes pudiesen acceder a los puestos de la administración en igualdad de condiciones con respecto a los miembros de la Iglesia de Inglaterra. Con respecto a los católicos, la medida afectaba especialmente a los irlandeses ya que en Inglaterra había solamente unos 60.000. En Irlanda no había parlamento, pero sus habitantes tenían derecho a enviar representantes al Parlamento inglés de Wetminster, donde no podían sentarse los católicos. El irlandés Daniel O'Connell organizó un movimiento destinado a conseguir el levantamiento de esa prohibición y cuando él mismo fue elegido diputado, consiguió que se le reconociese a los católicos el derecho a ser elegidos para todos los cargos en el Reino Unido, excepto para algunos muy específicos, así como los mismos derechos civiles que a los protestantes. Para David Thompson, éstas eran muestras del triunfo de los métodos de la legalización de las asociaciones populares que otros iban a imitar pronto.Junto con este reformismo moderado, Gran Bretaña conoció también por estos años una corriente radical que tomó fuerza como consecuencia de la crisis económica de 1815-1816. Uno de sus líderes más destacados fue John Cartwright y su propósito era el de proponer la reforma del Parlamento y el sufragio universal. Los radicales organizaron un movimiento de protesta contra la Corn Law de 1815 alegando que encarecía el pan, en el que contaron con la virulenta pluma de William Cobbet a través de su periódico Political Register. En esta atmósfera, cuando una multitud de alrededor de 60.000 personas se disponía a escuchar en St. Peter´s Field, en Manchester, a un orador que iba a pronunciar un discurso de protesta, un escuadrón de caballería recibió la orden de cargar provocando el pánico de los reunidos. Se produjeron 11 muertes y más de 400 personas resultaron heridas en lo que sardónicamente se le llamó la Batalla de Peterloo. Aquel episodio contribuyó a aplacar el movimiento radical, pero al mismo tiempo pasó a convertirse en un mito popular de la lucha por las libertades. Aquel mismo año de 1819 se aprobaron las llamadas Seis Leyes mediante las cuales quedaban prohibidas las manifestaciones, las reuniones para escuchar protestas políticas o religiosas, se autorizaban los registros domiciliarios, se reducían los derechos de los acusados en un proceso criminal y se imponía a los diarios un pesado impuesto para restringir su circulación. El propósito de estas leyes y de la política represiva en general, era el de evitar que la agitación política calase en las capas más bajas de la sociedad, y esta actitud era respaldada tanto por los tories como por los whigs, quienes no estaban dispuestos a admitir que las clases trabajadoras tomaran conciencia de la lucha política. Con tiempo y con un gobierno prudente, su situación podía mejorar, pero el radicalismo y la democracia sólo podían acarrear frustración y desilusiones. En 1822 Robert Peel fue nombrado ministro del Interior en el gabinete británico presidido por lord Liverpool, y unos meses más tarde, George Canning ocupó la Secretaría del Foreign Office, después del suicidio de Castlereagh. Estos hombres, a pesar de que la represión había hecho desaparecer a muchos agitadores y que la presión por los cambios había desaparecido en la práctica, emprendieron una política de reformas destinadas a recuperar la prosperidad económica y a aliviar la miseria de los más desheredados que era lo que había alimentado la inquietud popular. Sin embargo, no hubo mucho interés en llevar a cabo una reforma parlamentaria y hasta que no se produjo la Revolución de 1830 en Francia y el fallecimiento del rey Jorge IV, no se volverían a producir intentos para llevar adelante algunos avances democráticos. En la Europa mediterránea, la etapa de la Restauración se desarrolló en medio de los enfrentamientos entre las fuerzas que pugnaban por implantar las innovaciones surgidas de la Revolución y aquellas que se resistían a ceder los presupuestos del Antiguo Régimen. En España, el reinado de Fernando VII (1814-1833) estuvo jalonado por una serie de cambios mediante al que una etapa de seis años en la que se restauró la Monarquía absoluta, siguió otra de tres años en la que el rey se vio forzado a aceptar la Constitución de 1812 y a reinar como monarca constitucional, para implantar finalmente, y por segunda vez, la Monarquía absoluta durante los diez últimos años de su vida. El liberalismo español, triunfante después de la Revolución de Riego en 1820, fue el que desató el temor entre las potencias europeas y motivó el envío del ejército francés de "Los Cien Mil Hijos de San Luis" para reponer a Fernando VII en la plenitud de su soberanía. A partir de 1823, estos liberales tuvieron que sufrir la persecución o el exilio hasta que la muerte del rey diera paso definitivamente a un régimen constitucional a pesar de la oposición de los llamados carlistas, partidarios de mantener aún las estructuras del Antiguo Régimen.En Portugal, la revuelta de los liberales hizo que el rey Juan VI regresase a Lisboa como monarca constitucional, dejando a su primogénito Pedro como rey de Brasil. Sin embargo, los elementos más reaccionarios de la corte se ampararon en su segundo hijo, Miguel, para obligarle a renunciar a las reformas liberales. A la muerte de Juan, en 1826, don Miguel asumió la regencia de la legítima heredera, doña María II, hija de su hermano Pedro de Brasil. Alentado por el apoyo de los conservadores, Miguel declaró a su sobrina incapacitada para gobernar en 1828, asumió todo el poder y declaró nula la Constitución. Miguel comenzó a reinar como rey absoluto, de la misma forma que Fernando VII lo estaba haciendo en España. La situación de Italia era también de enfrentamiento entre las fuerzas liberales y las conservadoras con la complicación añadida de la división del territorio y la presencia de fuerzas extranjeras. Tras la derrota napoleónica, que había convertido al Reino de Roma en una pieza importante en el conjunto del Imperio, Italia presenció el retorno de las viejas dinastías con sus privilegios y el predominio de la aristocracia. Por esa razón, la caída de Napoleón no fue vista de igual forma que en otros territorios europeos, como una liberación. Quizá también por eso, los movimientos liberales adquirieron aquí un aire especial, con una gran actividad clandestina a través de las sociedades secretas de "los carbonari", "los adelphi", etc., cuyos líderes Buonarotti, Pecchio, Pepe y otros, tuvieron un destacado protagonismo en la lucha por las libertades dentro y fuera de Italia. Sin embargo, en el reino de las Dos Sicilias, en los Estados Pontificios, en el Piamonte y Saboya, así como en los pequeños Estados de Parma y Piacenza, o en el gran Ducado de Toscana, prevalecieron los regímenes de plena soberanía real, a pesar de que a principios de la década de 1820 estallasen movimientos revolucionarios, pronto sofocados por la acción policíaca o la intervención extranjera. En el extremo oriental de Europa, Rusia había visto frenada sus ambiciones expansionistas por el resto de las naciones europeas. No obstante, el imperio del zar Alejandro I se extendía desde Polonia y Finlandia en el oeste, hasta Siberia y las orillas del Amur en el lejano Oriente, y desde el Ártico en el norte hasta las orillas del Mar Negro y del Mar Caspio en el sur. A pesar de las expectativas iniciales, Alejandro no llevó a cabo en estos territorios ninguna política de reforma. Los requerimientos en el exterior y su voluble carácter le impidieron concentrarse en los asuntos internos y, por otra parte, fue abandonando el moderado reformismo de su juventud, influido por los consejeros reaccionarios de los que se rodeó. A su muerte, en diciembre de 1825, su hermano y sucesor Nicolás I continuó esta tendencia absolutista. El nuevo zar tuvo que enfrentarse con la crisis conocida como la Revolución Decembrista, en la que 3.000 soldados de diversos regimientos se sublevaron en la capital el 14 de diciembre, y que podría encajarse con los movimientos similares de España, Portugal, Nápoles, etc., en lo que algunos historiadores han llamado el ciclo revolucionario de 1820. Manifestaban así su descontento por las condiciones de vida, por la corrupción de la administración, por la precariedad de la situación de los militares y por la situación de los siervos. Las tropas del gobierno sometieron a los rebeldes y sus principales líderes fueron condenados a muerte y ejecutados. Aquel episodio fue seguido por una dura política de represión por parte de Nicolás I, quien se mostró contrario a cualquier clase de reforma. La policía secreta -la famosa Tercera Sección- en manos del conde Benckendorff, se convirtió en el símbolo de su reinado. Cuando en la mayor parte de Europa se producía el nuevo ciclo revolucionario de 1830, en Rusia permanecían inamovibles la rígida dictadura policial y todo el aparato burocrático del zarismo.

CONGRESO DE VIENA

EL CONGRESO DE VIENA - LECTURA 1
EL CONGRESO DE VIENA Y LAS ALIANZAS Y CONTRALIANZAS
Enrique Villarreal Ramos
“Hay que proteger los principios de la religión y de la familia en Europa, y la autoridad moral con que la Divina Providencia ha investido a los gobiernos sirve para ese alto propósito”
Metternich
Introducción

Un magno y trascendental evento como el Congreso de Viena, puede ser analizado desde múltiples perspectivas (históricos, económicos, políticos, sociales, relaciones internacionales, jurídicos). En este ensayo imperó el enfoque histórico-internacionalista, en virtud de que nos permite dar una visión general del contexto, la coyuntura, el evento mismo y sus consecuencias .
Así, el objetivo del ensayo es presentar de manera sucinta a: los principales hechos y procesos que condujeron al Congreso de Viena; la atmósfera ideológica que imperaba; los actores involucrados, sus intereses y las alianzas que integraron para la realización de sus propósitos; los acuerdos, tratados y repartos que acordaron; y las consecuencias que se derivaron de los mismos. Finalmente, incluimos una conclusión al tema, y un anexo con mapas.
1. Antecedentes: culminación y colapso de la Europa Napoleónica
Después de que Napoleón Bonaparte se casó con Maria Luisa, hija del emperador de Austria, Francisco I –París, abril de 1810-, se presentó como emperador de la catolicidad, dependiendo directamente de Dios y, por ende, superior al Papa, y con el poder de intervenir en los asuntos de la Iglesia, incluyendo la de convocar a concilios (en el concilio de Paris, 1811, el papa se plegó a la autoridad napoleónica). Este fue uno de los momentos culminantes de la autoridad napoleónica sobre Europa, y con la supeditación de la Iglesia católica, Napoleón intentó fundamentar y legitimar su poder, no sólo sobre espectaculares triunfos militares e importantes alianzas políticas, sino sobre bases religiosas y eclesiásticas, provenientes del Antiguo Régimen, lo que no dejó de ser una traición o una abdicación de sus ideales revolucionarios.
Esta fue una contradicción que minará ideológicamente al régimen napoleónico: por una parte, se justificaba como portador de los ideales revolucionarios –nacionales, liberales, seculares-, pero simultáneamente recurrió a valores tradicionales y conservadores para justificar sus fines imperialistas.
Aunque fueron las contradicciones políticas y económicas, las que producirán los conflictos que provocaron la ruina de Napoleón. Al nacionalismo liberal imperialista, se le enfrentó la reacción nacionalista conservadora en España y Portugal, y luego en toda Europa. Esta contradicción dio lugar a la “ulcera española”, rebelión que minará la hegemonía napoleónica desde 1808, justo cuando alcanzaba su auge.
Hacia 1812, el imperio francés comprendió propiamente Francia, Holanda, Bélgica y el norte de Italia hasta Roma; España, los estados alemanes desde Westfalia hasta Baviera; de Venecia hasta el reino de Nápoles, el ducado de Varsovia, eran reinos vasallos de Napoleón; y los países aliados eran el imperio austriaco y el reino de Prusia. Así, la Europa occidental y central estaba en manos directas de Francia o bajo su hegemonía1.
Napoleón no se conformó con el dominio político-militar del continente, sino que aspiró transformar su estructura económica. En este nuevo orden, Francia (París), quedaba como el centro económico y financiero de Europa, pero dentro de una organización autárquica, proteccionista y monopólica. El bloqueo continental quiso doblegar política y económicamente a los ingleses, quienes conservaron la hegemonía industrial y marítima. Pero la política napoleónica (lo que también comrpendió la aplicación del derecho e instituciones francesas) perjudicó los intereses económicos y políticos, tanto de sus aliados como de los países súbditos. Desde Holanda hasta Rusia se extendió el descontento contra el bloque napoleónico, principalmente porque éste iba acompañado de acciones autoritarias y represivas de Napoleón (como la anexión de Holanda en 1810). Este choque de intereses generó la hendidura del sistema de alianzas napoleónicas, el principio del fin de su imperio, ya que éste se sostenía básicamente por la fuerza militar del caudillo.
El zar Alejandro I tomó la iniciativa de encabezar la resistencia, rompió con el bloque y con Napoleón. Rusia rompió el bloqueo, se alió con Inglaterra, Suecia y Turquí, para luchar contra Francia, “en nombre de la libertad de los pueblos” (pese a que los rusos planearon engullirse a Polonia) y la “libertad de los mares” (no obstante que Inglaterra tenía el control de los mismos). Al desafío, Napoleón respondió con la invasión a Rusia, que, como bien se sabe, fue desastrosa, porque su ejército y su aura de invencibilidad fueron aniquilados, y su imperio se resquebrajó. Una nueva coalición internacional –encabezada por Inglaterra, Rusia, Austria y Prusia- lo derrota decisivamente en Leipzig en 1813. En ese año, se produjo la invasión de Francia, y en marzo de 1814, el zar y el rey de Prusia entraron triunfalmente a París, se integró un gobierno provisional con Talleyrand al frente; en abril, Napoleón abdicó, y fue confinado a la isla de Elba.
La política napoleónica tuvo la virtud de conjugar en su contra poderosas fuerzas internacionales –como la expansión del mercado mundial, el libre cambio y de los lazos económicos entre las potencias-, así como los intereses políticos de las potencias territoriales europeas –la más fuerte, Rusia-, y las estructuras sociales del Antiguo Régimen que arrastraban aquellas, y que se erigían en un obstáculo insalvable para las instituciones revolucionarias que promovió Napoleón. Empero, las fuerzas – como las nacionalistas e independentistas, por ejemplo en América Latina- que éste desató- y los apetitos imperialistas que avivó, influyeron poderosamente en la reorganización del mapa europeo hecho en Viena.
2. El congreso de Viena (primero de octubre de1814/nueve de junio de 1815)
Las guerras napoleónicas cimbraron Europa y a Occidente, no sólo por la destrucción material y humana que ocasionaron o por la bancarrota económica de vencedores y vencidos o por los desequilibrios geopolítico y geoeconómico provocados, sino porque el Antiguo Régimen –todavía superviviente entre las principales potencias- fue amenazado en sus cimientos políticos, económicos y sociales. De ahí que la ofensiva antinapoleónica, que rebasó lo estrictamente militar, se transformó en una contrarrevolución política, económica y social para reestablecer el equilibrio hegemónico entre las potencias europeas, aunque sustentado en leyes, instituciones e ideologías premodernas. Se intentó retroceder el reloj de la historia.
2.1. La coyuntura: la restauración absolutista
La caída de Napoleón condujo, simultáneamente, a la restauración (donde fue abrogado) o al redespliegue (en los casos donde estuvo sometido o contenido) del absolutismo en casi toda Europa2. Fernando VII, rompió con los liberales, restauró el absolutismo; el régimen aristocrático y continuó la lucha por mantener su caduco imperio colonial. Francia, formalmente era una monarquía constitucional, pero en la práctica, Luis XVIII reimplantó el absolutismo; el primer tratado de París (mayo de 1814) restableció la paz con Europa, y limitó a Francia en sus fronteras de 1792 (incluyendo el Sarre y parte de Saboya, y la devolución de sus principales colonias). En Prusia, el fracaso de las reformas liberales y la difusión del nacionalismo pangermanista y militarista, empujaron a Federico Guillermo III al imperialismo; Austria conservó prácticamente intactas las instituciones del Antiguo Régimen3, se fortaleció territorialmente y como imperio multinacional, fundamentalmente unido en la persona del emperador, Francisco I, quien además ejercía gran influencia en los estados alemanes del sur, y aspiraba a la hegemonía continental.
Rusia, por su parte, continuó como el imperio territorial más grande del mundo (abarcaba tres continentes), como un gran estado autocrático, multinacional, centralizado, señorial, “libertador de Europa” por su triunfo sobre Napoleón, pero, por lo mismo, profundamente temido, por sus aspiraciones, no sólo de plena hegemonía (la que pretendía sustentarse en un “ecumenismo cristiano”), sino de mayor expansionismo territorial. Una vez vencida la amenaza napoleónica, el imperio zarista apareció como el gran enemigo potencial, particularmente para Austria y Turquía, básicamente, porque Rusia deseaba ser la potencia dominante de Europa, aunque, en realidad, los ingleses fueron el gran obstáculo.
Gran Bretaña, era un caso aparte. Fue el país vanguardia de la modernidad, por su desarrollo capitalista manifestado en su poderío industrial, marítimo, comercial y financiero; por su régimen político liberal, que hacia de la división y equilibrio de poderes el paradigma político del mundo (sólo Estados Unidos tenía un régimen más democrático); por su ideología, cuyas banderas eran las libertades civiles, el libre cambio, la libertad de navegación, la soberanía nacional. La revolución industrial, el liberalismo económico, el régimen parlamentario, la fortaleza y flexibilidad institucionales, el poderío marítimo, fueron los pilares para el expansionismo colonial y neocolonial inglés, que le permitieron construir una hegemonía mundial, y erigirse en el factor de equilibrio geopolítico y geoeconómico de Europa. Para ello, resultaba fundamental frenar los apetitos de Rusia, y establecer contrapesos para que ninguna potencia continental dominara Europa. Además, la paz europea, le permitiría a Gran Bretaña atender y resolver otros problemas candentes de la política mundial como en esos momentos era la guerra con Estados Unidos.
Así, cuando se reunieron en Viena los principales países europeos se encontraron unidos en el objetivo coyuntural de reorganizar políticamente al continente, a fin de que la Francia napoleónica y las fuerzas liberales y nacionalistas no fueran de nuevo una amenaza4, y satisfacer sus aspiraciones territoriales, aunque la meta era establecer directrices y acuerdos que generaran un equilibrio geopolítico (la situación de Francia podía ser un elemento desestabilizador) para que la paz, el concierto europeo, no estuviera en riesgo. Por primera vez, en la política exterior europea, aparecieron la paz, el statu quo, la concertación, como valores que debían regir las relaciones intraeuropeas (Europa como una comunidad supranacional), no así con otras regiones –como Latinoamérica- donde eran toleradas o fomentadas las guerras y las salidas autoritarias.
Sin embargo, las rivalidades hegemónicas, las pugnas territoriales y las intrigas diplomáticas, no sólo hicieron difíciles las negociaciones, sino que las pusieron en peligro, particularmente cuando Napoleón regresó a la escena.
2.2. El espíritu de la Restauración: el retorno al principio de autoridad
La restauración implicó el retorno del poder aristocrático-feudal; del orden señorial, de la servidumbre, de los privilegios y fueros de la Iglesia y las corporaciones, por ende, la abolición de las leyes e instituciones liberales, y la persecución de quienes las sostenían, específicamente de los nacionalistas e independentistas. Constituyó una auténtica contrarrevolución, porque significó el retorno del Antiguo Régimen y de los fundamentos ideológicos que la legitimaban. El espíritu que imperó en el Congreso de Viena fue, mas que conservador, abiertamente reaccionario, en tanto que se buscaba dar marcha atrás al reloj de la historia, al resucitar valores e instituciones que la Ilustración s-obre todo la francesa- había enterrado: la autoridad, la jerarquía, lo sagrado y la tradición.
En la atmósfera intelectual imperante, flotaron ideas tales como: 1) el racionalismo y el empirismo ilustrados eran un castigo por “el crimen de la incredulidad” en el principio de autoridad, la religión y los valores tradicionales; se condenó el libre examen y la crítica; el principio de autoridad es incuestionable ya que el poder es de origen divino, proviene de Dios; por ende, el poder del rey es absoluto y prácticamente ilimitado (prácticamente su único límite es el respeto de la Iglesia y de la propiedad de las clases privilegiadas); el Estado es la encarnación del espíritu nacional, la cultura y la tradición; la religión católica proporciona el fundamento valorativo, ya que reverencia la jerarquía, la obligación de la obediencia, la santidad de las tradiciones y de la fe.
El romanticismo se nutrió de estas ideas y, en primera instancia, recordó la nostalgia por una sociedad preindustrial, que restituyera los lazos comunitarios, la armonía con la naturaleza, la comunidad de intereses. La religión y la Iglesia, eran quienes mejor podían plasmar esta ideología, y por ello, las leyes debían protegerlas y promoverlas.
Estas ideas en el plano de las relaciones internacionales, significaron la creación de una Europa como una comunidad supranacional, sustentada en el ecumenismo cristiano y la Iglesia, que equilibre y supedite los intereses particulares de cada Estado. El zar Alejandro I, quien propuso la creación de la Santa Alianza, y el canciller austriaco Metternich, fueron quienes hicieron del Congreso de Viena una auténtica cruzada restauradora.
2.3. Viena: el liderazgo austriaco
En marzo de 1814, el tratado de Chaumont formalizó la alianza por veinte años entre Austria, Gran Bretaña, Prusia y Rusia, no sólo para derrotar a Napoleón, sino para fincar una paz duradera.
Posteriormente, el tratado de Paris (mayo, 1814) previó la reunión de un Congreso en el que se discutirían los problemas derivados de la desintegración del imperio napoleónico. El hecho de que se realizara en Viena, reflejaba el liderazgo equilibrador austriaco, especialmente el protagonismo del canciller, el príncipe de Metternich, quien había desempeñado un papel clave en el ascenso y caída de Napoleón. El Congreso, en sí mismo, se constituyó en un parteaguas histórico: probablemente, por primera vez, se reunió en un solo lugar, la crema y nata de los gobernantes europeos, al igual que parte importante de su aristocracia. Evidentemente, a parte del anfitrión, el emperador Francisco I, y su canciller el príncipe de Metternich, personalidades asistentes fueron el zar Alejandro I, el rey de Prusia, Federico Guillermo III, los ministros de relaciones exteriores Lord Robert S. Castlereagh, y Charles Maurice de Talleyrand, de Gran Bretaña y Francia, respectivamente.
Desde un principio, fue claro que la búsqueda de la paz y el concierto europeo únicamente eran propósitos formales, ya que la rapiña territorial y las consideraciones de poder (buscar la hegemonía), fueron el centro de las discusiones del Congreso.



2.4. La lucha por al hegemonía europea: intereses, intrigas, alianzas y repartos:
Los propósitos unitarios de Chaumont fracasaron, por las grandes diferencias entre las potencias, particularmente por el temor de que Rusia se erigiera en la nueva potencia hegemónica.
Esta intención se reveló en el plan del zar Alejandro I para anexionarse Polonia (ocupada militarmente por Rusia al igual que Sajonia), a cambio de dar a los polacos un régimen liberal. Para tal fin buscó como aliado a Federico Guillermo III, a quien le ofreció apoyarlo en sus planes; él rey prusiano quería toda Sajonia, argumentando que su rey había perdido todos sus derechos por su lealtad a Napoleón. El zar aceptó otorgarle al rey prusiano Sajonia como compensación de las provincias polacas que Prusia perdería, a excepción de la región del Pozen. El plan del zar incluyó reconocer que Austria obtuviera Lombardia, el Véneto y Dalmacia del Norte; que Suecia se quedara con Noruega, y en compensación Dinamarca recibiría el ducado de Lauenburgo.
Pero estos planes encontraron una fuerte oposición. Metternich rechazó los objetivos del zar, ya que Austria no estaba dispuesto a renunciar a la parte que del botín polaco, ni siquiera por compensaciones en Italia. Tampoco concordaba con el propósito prusiano de quedar con Sajonia, pues al igual que el plan ruso, ambos planes significaban romper con el anhelado “equilibrio de poder”, es decir, resultaban una amenaza para Austria.
La Gran Bretaña coincidió con Austria en lo que respecta al “equilibrio europeo”, ya que de esta manera quedaba salvaguardado su rol de “fiel de la balanza”, al no existir ninguna potencia con hegemonía total en el continente, y, por ende, se garantizaba la supremacía marítima inglesa. En tal sentido, también se opuso a los planes polacos del zar, pues vío en ello el intento de Rusia por obtener la hegemonía, pero no concordó con Metternich en lo que respecta a Prusia –Castlereagh convino en su fortalecimiento como contrapeso a Austria y Francia- ni tampoco aceptó el expansionismo austriaco en Italia o la intención de mantener a Murat en el reino de Nápoles como lo deseaba Austria.
Por tanto, el objetivo de Austria y Gran Bretaña era frenar a Rusia, aunque tampoco ofrecían un frente unido, dadas sus diferencias con respecto a Prusia. Esta división favorecía a la misma Rusia, pero fundamentalmente a Prusia y a Francia.
Talleyrand llegó a Viena en una posición de debilidad, tanto porque Francia era el país derrotado como porque todavía era percibido como una amenaza para la paz, temiendo que se tomaran medidas drásticas contra su nación. Se presentó como defensor de la legitimidad, del derecho internacional y de la soberanía. Según Talleyrand, “la soberanía no podía ser obtenida por la sola conquista, ni pasar al conquistador si el soberano la cede, a menos que Europa lo disponga”. Con ello, el ministro francés pretendió dar una fundamentación ideológico a la posición de Francia (se le presentó como adalid de los países sometidos) y, políticamente, atraerse a los estados de segundo y tercer orden, y que serían afectados por las decisiones de la tetrarquía triunfante. Así, Francia apoyaría a los estados alemanes contra Prusia, y a los estados italianos contra Austria. Coincide con Inglaterra en demandar la restauración de los Borbones en Nápoles.
Entonces, el objetivo de Talleyrand fue acabar con el aislamiento de Francia, romper la cuádruple alianza (la que ya se estaba desmoronando), debilitar internamente a sus rivales, y asegurarle de nuevo un lugar entre las grandes potencias. Para ello, había que aprovecharse de las divisiones entre las potencias, y su estrategia principal fue respaldar a Austria y a Inglaterra en su oposición a los planes de Rusia y Prusia. Prometió a Castlereagh apoyó de Francia contra Rusia, y el canciller inglés, quien buscaba romper la alianza ruso-prusiana, aceptó que Francia y España participaran en las deliberaciones del Congreso.
La respuesta del zar fue invitar a Talleyrand a integrarse a su alianza con Prusia, y formar un bloque continental contra Gran Bretaña. Pero Francia rechazó la oferta, y decidió formalizar su acercamiento con los austriacos e ingleses, y les propuso un tratado secreto de alianza militar defensiva, el cual fue firmado en enero de 1815, y al cual se adhirieron Holanda, Bélgica, Hannover y Baviera. Con este acuerdo se terminó con el aislamiento francés, se frenó a Rusia, y se alejaba la posibilidad de una nueva guerra, ante las divisiones y tensiones que se daban entre las potencias. No obstante, el equilibrio político del Congreso estaba roto y los debates polarizados en dos bloques: por un lado Austria, Gran Bretaña y Francia, y por el otro, Rusia y Prusia.
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Ante lo cual, el zar tuvo que negociar, y convenir los siguientes acuerdos (algunos de ellos ya con Napoleón de regreso):
-Federico Guillermo III no recibiría la totalidad de Sajonia, pero si dos quintas partes de Sajonia, y la mayor parte de Renania -incluyendo el Ruhr y el Sarre (lo cual le permitió ingresar a Prusia a Alemania occidental), a parte de la isla de Rugen y la Pomerania sueca
-Polonia: el ducado de Varsovia es absorbido por Rusia, pero Austria y Prusia reciben territorios; Cracovia es declarada ciudad libre. Alejandro I obtiene Finlandia de Suecia, aunque ésta recibe Noruega (que era de Dinamarca).
-Austria recibió Lombardia, Venecia y Dalmacia; Nápoles quedó bajo su influencia ya que repuso militarmente a los Borbones (Fernando IV) en ese reino; el papa recupera territorios de los estados pontificios.
-Se crea el reino de los Países Bajos (unión de Holanda y Bélgica, bajo la soberanía del príncipe de Orange-Nassau, quien también se erige soberano del ducado de Luxemburg);
-Se instauró una Confederación Germánica, agrupando 38 estados, dirigida por una Dieta, de la que también formaban parte Prusia y Austria, aunque sería encabezada por ésta; Dinamarca recibe el Holstein.
-Gran Bretaña incrementa sus posesiones coloniales, al obtener El Cabo y Ceilán de Holanda; Mauricio, Tobago y Santa Lucía de Francia.
-Suiza fue declarada “eternamente neutral y se acrecentó su territorio;
-Portugal recuperó territorios, la restitución de Olivenza y los otros territorios cedidos a España por el tratado de Badajoz de 1801.5
Todos estos acuerdos quedaron asentados en un acta final, “la Carta de la nueva Europa”, de julio de 18156, y fue firmada por Austria, Francia, Gran Bretaña, Prusia, Portugal, Rusia y Suecia. Estos acuerdos fueron un triunfo para Gran Bretaña, ya que se ponía una barrera al expansionismo ruso en Europa, y a Francia, ya que le erigieron barreras al norte y al oeste. Asimismo, Prusia resultó fortalecida económica y territorialmente, al grado que se convertiría en un temible rival de Austria y Francia. Pero, sobre todo, el acta final del Congreso intentó reflejar el concepto de equilibrio geopolítico europeo.
Cuando se estaban finiquitando estos acuerdos, los trabajos del Congreso fueron sorprendidos con una noticia alarmante: Napoleón escapó de la isla de Elba, y hacia una entrada triunfal en Paris (marzo, 1815). Se declaró le declaró fuera de la ley –pese a que Napoleón declaró intenciones pacíficas- y se produjo un recambio en las alianzas: el tratado de Chaumont, y se integró un ejército para combatir a Napoleón. Este prometió un gobierno constitucional (estableció una Constitución liberal) y la paz, e inició un gobierno de cien días. Empero, la cuádruple alianza decidió combatirlo y reunió un ejército de casi un millón de hombres contra un cuarto de millón de Napoleón. Aunque trató de enfrentar a los aliados por separado, los ingleses (Wellington) y prusianos (Blucher), lo derrotaron en Waterloo (junio de 1815). A su regreso a Francia, Napoleón perdió todo apoyo, y de nuevo abdicó. También, nuevamente los aliados entran a París, y en Rochefort, Napoleón se entrega a los ingleses (en agosto lo enviaron a Santa Elena). En julio, Luis XVIII retornó a París, y se produjo al segunda restauración.
Con Francia ocupada por los aliados se renegociaron las condiciones de paz. Prusia fue partidaria de desmembrar a Francia, pero Gran Bretaña y Rusia7 se opusieron ante la posibilidad de generar un nuevo desequilibrio y amenazar la paz. En cambio, si acordaron (segundo tratado de París, noviembre de 1815): reducir a Francia a las fronteras de 1790 (por ejemplo, perdió el Sarre, incorporado ahora a Prusia); una fuerte indemnización como reparación de guerra, y una ocupación militar por cinco años. Como complemento a este tratado, se firmó un protocolo al tratado de Chaumont, que confirmó la cuádruple alianza, y se fijó una cláusula por la cual los países aliados se reunirían periódicamente para asegurar la paz europeas, creándose el sistema de conferencias internacionales.
En esta coyuntura, Alejandro I propuso una liga de naciones cristianas que comprometiera a todos los soberanos a garantizar la seguridad colectiva. El Acta de la Santa Alianza (septiembre de 1815), firmado secretamente por Austria, Prusia y Rusia, dio lugar a una alianza fundada en la idea de la comunidad cristiana , cuyos preceptos –justicia, caridad, fraternidad, amor y paz- debían regir las relaciones entre los soberanos, quienes serían gobernados por Dios. La Santa Alianza aspira a integrar a los estados en una confederación cristiana, bajo el principio del derecho divino de los soberanos, quienes sólo debían responder ante Dios. La Santa Alianza se concibe como un instrumento a fin de cumplir con estos ideales. Pero el objetivo de tal alianza no fue encargado al papa o a otro ministro religioso, sino la idea de Alejandro I era que él se erigiera en el soberano de soberanos, además de que sirviera como un contrapeso a los ingleses.
De gran trascendencia fueron para Europa y el mundo, estos acuerdos, ya que confirmaron la máxima: “las guerras conducen a tratados, y los tratados a guerras”. Pues si bien, el acta final de Viena fue la base del concierto europeo, aproximadamente treinta años de relativa paz europea, dieron pie para el renacimiento de los nacionalismos, tanto revolucionarios como imperialistas.
5. Tratados, reglamentos y otros documentos relevantes

Una de las razones de la importancia del Congreso de Viena fue una serie de documentos acordados por las grandes potencias, especialmente algunos que rebasaron lo coyuntural, y que contribuyeron a conformar el derecho internacional.
El 8 de febrero de 1815 se produjo una “declaración delas potencias sobre el tráfico de negros”. En ella, se condena el tráfico de negros dado que es una práctica “repugnante a los principios de humanidad y de moral universal” y que es una demanda universal su cese, incluyendo de las potencias que poseen colonias, como Inglaterra y Francia, que ya en el tratado de París se comprometieron a terminar con dicha práctica. Empero, tal declaración no establece una temporalidad precisa para la abolición definitiva, ya que “la determinación del tiempo en que este comercio deba universalmente cesar, será objeto de negociación entre las potencias”8
Si bien es un documento relevante, porque implica la introducción de principios y normas que rigen el derecho internacional, tiene el defecto, como señala el maestro Seara, de no estipular procedimientos ni obligaciones precisas a las potencias. Este hecho determinará que dicho comercio continuará floreciendo, particularmente por la existencia de países que mantendrán la esclavitud a lo largo del siglo XIX (como Brasil y Estados Unidos). Esta declaración, además, le sirvió a Gran Bretaña como un “arma moral”, que no era sino un instrumento neocolonialista de condena y presión contra los países esclavistas, a fin de obtener ventajas económicas y políticas.
El reglamento respecto al rango de los agentes diplomáticos (19 de marzo de 1815) pretendió evitar mayores conflictos con respecto a las representaciones diplomáticas. Se introduce una clasificación de los empleados diplomáticos (artículo primero): a) embajadores, legados o nuncios; b) enviados, ministros u otros acreditados ante los soberanos; los encargados de negocios acreditados ante los cancilleres. Asimismo, se establecen sus funciones, de manera que, por ejemplo, se estipula que los embajadores son los únicos que tienen carácter representativo (art.2).
Sobra decir la gran importancia que tiene el establecimiento de reglas para la diplomacia, considerando que ésta cada vez desempeña un rol decisivo en las relaciones internacionales. Empero, “el rompimiento de las reglas” será la regla y no la excepción, sino basta ver el comportamiento de políticos que fueron embajadores y cancilleres como Bismarck, quien se destacó por el manejo maquiavélico de la diplomacia.
El Reglamento para la libre navegación de los ríos (24 de marzo de 1815) retomó el principio de libre tránsito fluvial y marítimo ya establecido en otros tratados previos (como el de Paris de 1814). Concomitantemente con el principio de libre navegación que fija, se encuentra unido el de libre comercio (aunque no se explicite de ese modo). A parte de fijar el principio de libre navegación, Se fijan reglas para que la determinación de derechos, para su recaudación, etc. Con ello se pretendía que la navegación y el comercio no fueran entorpecidos por las políticas arbitrarias ed los países.
Resulta obvia la trascendencia que tienen para el derecho internacional la introducción de los principios de libre navegación y, por ende, de el de libre comercio, ya que uno de los objetivos básicos de quitar obstáculos a las vías fluviales era facilitar el tránsito de personas y mercancías. Del mismo modo, es claro que Gran Bretaña fue la gran beneficiada, dada su hegemonía marítima, industrial y comercial. Sin embargo, en la práctica, continuaron imperando motivaciones de real politik, y no se aplicó el reglamento.
El Acta Final del Congreso del 9 de junio de 1915 (firmada unos días antes de la batalla de Waterloo) es el documento culminante del evento. Establece la organización, por país, del mapa europeo, formalizando los acuerdos anteriormente mencionados, y a parte del acta, contiene una serie de tratados, declaraciones, y otros documentos complementarios. Cabe apuntar que el Acta Final fue firmada por Austria (Metternich), España (no hay rúbrica) Francia (Talleyrand), Gran Bretaña (Clancarty), Portugal (el conde de Palmella), Prusia (el príncipe de Hardenberg), Rusia (el príncipe Rasoumoftski) y Suecia (el conde Carlos Axel de Lowenhielm).
Sin duda, como ya se comentó, es relevante el Acta de la Santa Alianza, aun cuando ésta se aprobó con posterioridad (14-26 de septiembre de 1815) a las sesiones del Congreso, pero según se señaló es un documento que corona los acuerdos anteriores, al dar un fundamento ideológico y reforzar las alianzas, principalmente de las tres principales potencias continentales, Austria, Prusia y Rusia. Aunque, de acuerdo a Seara, el documento es más una declaración de principios que un instrumento con mecanismos de aplicación, es de gran trascendencia, porque, a parte de reforzar el compromiso entre aquellas potencias, fue un arma de legitimación para el intervensionismo de las mismas en los asuntos europeos. Digamos fijó el programa ideológico de la contrarrevolución internacional. A lo cual, hay que agregar, el segundo tratado de París (del 20 de noviembre de 1815), que reestablece o confirma la cuádruple alianza, porque también sustenta ideológicamente a la Restauración, al introducir el principio de legitimidad del derecho de las monarquías absolutistas, y del statu quo internacional, y al comprometer en ello a la Gran Bretaña.

Otros documentos relevantes fueron “la declaración de las potencias sobre los negocios de la conferencia helvética y el “acta de accesión de la confederación suiza” (que fijan la neutralidad perpetua de Suiza, y la aceptación de ésta); el tratado de Austria y los Países Bajos (Austria acepta la cesión de Bélgica a Holanda a cambio de compensaciones italianas); el “acta para la constitución federativa de Alemania” (mantiene la balcanización de Alemania, aunque se le organiza en torno a una dieta presidida por Austria);
El Congreso dejó para después asuntos candentes, que pocos años después hicieron explotar el orden europeo de la Restauración como el relativo al imperio otomano. Es decir, se hizo caso omiso lo relativo a las demandas de servios, búlgaros y griegos.
3. Consecuencias
En la coyuntura inmediata, y en el plano europeo, el Congreso de Viena fue exitoso, porque de los diversos tratados emanó una acción efectiva. Así, el sistema de Congresos, cuyo principal impulsor fue Metternich, acordó intervenciones contrarrevolucionarias que sofocaron a los movimientos que amenazaron el concierto europeo, principalmente el de os carbonarios en Nápoles y el de los constitucionalistas en España. Ambos eran liberales y nacionalistas, y podían despertar otras efervescencias del mismo carácter por toda Europa. Sin embargo, la ocupación militar francesa y el derrocamiento de Riego en 1823 fue el último éxito de la Santa Alianza, ya que la cuestión griega dividió a las potencias, especialmente por los intereses geopolíticos rusos, quienes buscaron aprovechar el independentismo griego para declarar la guerra a Turquía, y obtener territorios o privilegios de ella.
Además, la posición de Gran Bretaña contraria a la intervención de la Santa Alianza en América Latina, sobre todo cuando desde la cancillería Lord George Canning decidió reconocer la independencia de Latinoamérica en 1825, fue también decisiva para el fin de la Santa Alianza y el sistema de congresos emanados del Congreso de Viena.
En un plano estructural, la Restauración fue exitosa en cuanto al retorno de las monarquías dinásticas y absolutistas, pero fracasó en su intento de detener el reloj de la historia, ya que la restauración de las leyes e instituciones del Antiguo Régimen no pudieron frenar los cambios políticos, económicos y sociales de la modernidad. La historia del periodo restaurado (1815-1848) es el relato de revoluciones, rebeliones, golpes de estado, prácticamente todos ellos orientados a liberar pueblos, restablecer naciones o imponer regímenes liberales. Estos movimientos también fueron decisivos para el fin del orden de la Restauración. Además, la fuerza emanada de la revolución industrial, el desarrollo capitalista, el mercado mundial y el colonialismo, implicaron cambios económicos y sociales, tanto al interior como al exterior de las sociedades europeas, que no pudieron ser contenidos por las instituciones del Antiguo Régimen. Las revoluciones de 1848 fueron la consecuencia de todas estas fuerzas y transformaciones.
Conclusión

En muchos sentidos, el Congreso de Viena fue una reunión de tipo feudal. Impero en ella la presencia de soberanos absolutistas y de la aristocracia europea; todos ellos se sentían se arropaban en la ideología del derecho divino de los gobernantes, sólo responsables antes Dios o ante ellos mismos. Se repartieron los territorios de Europa al estilo feudal, sin considerar nacionalidades o la geoeconomía. Intentaron resucitar la antigua comunidad cristiana sustentada en los principios de autoridad, jerarquía, obediencia y caridad, pero al igual que en la Baja Edad Media, el papa pasaba a un lugar secundario. Para los emperadores y monarcas de la Restauración la soberanía radicaba en ellos, e intentaron nuevamente sacralizar al poder político, y restablecer el Antiguo Régimen.
Naturalmente, las consideraciones geopolíticas fueron importantes, pero fundamentalmente se circunscribieron a Europa. Los conceptos de equilibrio y contrapesos políticos, y el concierto europeo, están en función de la correlación de fuerzas en el continente. Si bien Europa era “el ombligo del mundo”, éste era más complejo que las relaciones establecidas entre monarcas. Esto, sin duda, respondía a una visión feudal de la política europea. Gran Bretaña, empero, si poseyó una visión estratégica mundial, y los conceptos imperantes en Viena fueron aprovechados para mantener su hegemonía marítima, industrial y comercial en todo el mundo. Para los ingleses, resultaba fundamental evitar que alguna potencia continental lograra la supremacía, y el “enredijo” territorial que emergió de Viena le fue favorable, pues todas las potencias se contrapesaron o anularon entre sí. Aparentemente, el zar de Rusia también fue consciente que era necesario contraponer un bloque continental como un contrapeso al poder británico. Exceptuando por la alianza coyuntural ruso-británico contra Turquía por la cuestión griega, desde Viena fue evidente que era inevitable que la política europea estaría regida, en gran medida, por al rivalidad entre Gran bretaña y Rusia.
Sin duda, en el Congreso de Viena se tomaron resoluciones fundamentales para la política europea de todo el siglo XIX. Los arreglos territoriales van acentuar, tanto la rivalidad austriaco-prusiana como la austriaco-francesa, al igual que la prusiana-francesa; van promover el auge de los movimientos liberales y nacionales; y, por ende, van a generar las causas estructurales de más revoluciones y guerras, todo lo contrario a o deseado por Metternich y el resto de los restauradores.
Por otra parte, diversos documentos aprobados –como el reglamento de libre navegación- son de gran trascendencia, porque se incorporaron al derecho internacional, y con ello se avanza en el establecimiento de normas imperativas que rijan las relaciones internacionales.
Referencias

1. AUERNHEIMER, Raoul, Metternich, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1942
2. DARD, Emile, Napoleón y Talleyrand, Biografías Gandesa, México, 1958.
3. DROZ, Jacques, Europa: restauración y revolución, 5ª ed., Siglo XXI, México, 1981.
4. FORD, Franklin, Europa 1780-1830, Aguilar, Madrid, 1973
5. GRIMBERG, Carl, Revoluciones y luchas nacionales, Barcelona, Daimon, 1968.
6. PIRENNE, Jacques, Historia Universal, Barcelona, Ed. Éxito, 1972t.V.
7. POTEMKIN, V.P., et al, Historia de la diplomacia, Grijalbo, México, 1966, t.1.
8. RUDE, George, La Europa revolucionaria, 7ª ed., Siglo XXI, 1985.
9. SEARA VAZQUEZ, Modesto, Del Congreso de Viena a la paz de Versalles, UNAM, México, 1969.